En la primera semana de febrero las impresionantes imágenes televisivas de ciudades enteras aisladas por las nieves, dieron fiel testimonio de los muchos grados bajo cero que alcanzaron las temperaturas, así como de las desaforadas inclemencias del tiempo, que, sin embargo, no impidieron a más de seis mil personas acudir a la pequeña localidad de Jarandilla de la Vera, para realizar la ruta que 458 años antes llevara al emperador Carlos V desde el Castillo de los condes de Oropesa, hoy convertido en parador Nacional, hasta la que sería su última morada en el pequeño Monasterio de Yuste.

Para los habitantes de Jarandilla este camino no es una ruta senderista, sino un jubileo, una peregrinación, donde con emocionado recuerdo honran la memoria del emperador. Contagiados de esa misma emoción, llegamos a Jarandilla, cuando estaba casi anocheciendo. En el mercadillo medieval de Aldea Nueva, nos recibió el delicioso olor de los frutos secos, que a fuego lento, se garrapiñaban con azúcar y miel en la sartén. Había quesos de la Serena y Tortas del Casar en casi todos los puestos. La noche estaba oscurísima y muy fría. El vaho se condensaba en las calles junto al bullicio del festejo. Y es que no hay fiesta tan grande en la comarca, como la que conmemora el histórico acontecimiento del retiro de Carlos V al monasterio. Tras una cena espléndida con productos de la tierra, a la mañana siguiente, bien temprano, nos sorprendió el chocolate con churros que ofrecía el Ayuntamiento para aquellos senderistas que quisieran sumarse a la peregrinación. Una abigarrada multitud de damas y pajes, ataviados con lujo y colores brillantes, siguieron a los alabarderos de su Majestad imperial, en un pequeño recorrido por el centro de la población, que finalizó en el castillo, para escuchar el sentido discurso que el dueño del mundo, despidiéndose para siempre de sus posesiones y su gloria, dirigía a los consternados habitantes de Jarandilla.

Este monarca, cortesano y galante, poderoso como ninguno entre los de su tiempo, explicó por qué renunciaba a sus glorias y a su trono: decía haber llegado la hora de ser más soldado de Cristo que de la cristiandad.

A través de los gigantescos altavoces, sus palabras sonaron imponentes ante los antiguos muros engalanados para la ocasión, y su eco se expandió en las calles, reverberó en las torres, soliviantó a las aves y renovó los fervores de la multitud. Cientos de cigüeñas, garzas y otras muchas aves, aletearon en sus nidos de los árboles milenarios que rodean la fortaleza.

Tras la finalización del discurso, los palafreneros del emperador, como hicieran antaño, empuñaron la silla de manos e iniciaron el último camino del César, el señor del mundo, seguidos por la deslumbrante comitiva.

Pocos meses antes, cuando el emperador llegaba a Jarandilla por la sierra de Tornavacas, al superar el último puerto, había exclamado suspirando con lúcida tristeza: “Ya no franquearé ningún otro puerto, salvo el de la muerte.”

Iniciamos el camino, sintiéndonos privilegiados por estar allí en aquél momento, pisando la senda que recorrió Carlos V, en busca del más profundo sentido de su vida. Ahora la silla iba vacía, pero antaño los antiguos habitantes de la Vera se disputaron el honor de cargar con su Señor, y rehusaron recibir otro fuero o recompensa que no fuese un poco de vino. Así recorrimos los diez kilómetros que distaban hasta el monasterio, atravesando arroyos sobre antiguos puentes, ríos espumosos, cerradas arboledas. Siempre acompañados y guiados por el recuerdo y semblanza de la gigantesca figura del emperador.

Era imposible no hablar de las mujeres que le rodearon: desde la inquietante relación que mantuvo con Juana, su madre, hasta el profundo amor que profesó a su esposa, Isabel de Portugal; desde el afecto filial, que le unió siempre a su tía Margarita de Austria -hermana de Felipe el Hermoso- a las importantes misiones que confió a sus dos hermanas Leonor y María de Austria y también a su hija María, viuda de su sobrino Maximiliano y regente suya en Flandes, sin olvidar a Juana, la más pequeña, regente de Felipe II durante su ausencia en España.

En Cuacos, casi el final de la ruta, se hablaba de sus dos amantes más destacadas: Juana Van der Gheyst, madre de Margarita de Parma -a quién Felipe II convirtió en gobernadora de los Paises Bajos- y Bárbara Blonberghe, madre de Don Juan de Austria.

Y es que esta señora era muy querida en Cuacos, al igual que su hijo, Juan de Austria. La cerveza que lleva su nombre corría por la población como el agua, y no había nadie que no brindara por ella. Allí continúa existiendo la casita de D. Juan, convertida hoy en sede de la Mancomunidad, y destacando por su noble prestancia y sus sólidas columnas de piedra.

Los monjes Jerónimos que habitan el monasterio son una orden de rigurosa clausura, de ahí que no nos permitieran visitarlo, pero a sus puertas, mientras en el interior se celebraba una misa solemne con TE DEUM, se congregaba una multitud enfebrecida por la noble figura del emperador. Hubo quién destacaba que, en la primera etapa de su retiro, el monarca se ilusionó por hacer de aquél recinto un pequeño paraíso con jardines, fuentes y estanques poblados de truchas, y que le encantaba pasar mucho tiempo al aire libre, contemplando las sierras al atardecer, o degustando los maravillosos platos de su cocina: la espléndida mesa de la que disfrutaba desde que salía el sol, y hasta bien entrada la noche, y que hizo de Yuste uno de los centros mejor provistos y gestionados de la gastronomía de la época.

 

caminoemperador2caminoemperador3

Quien quiera ilustrarse sobre los usos y costumbres gastronómicas de Carlos V, puede hacerlo con el magnífico libro de Jose Serradilla Muñoz, titulado “La mesa del Emperador”. Su lectura es una auténtica y pormenorizada delicia, donde se detallan las viandas, los enseres, la abundancia y riqueza en las comidas -único boato que se permitió Carlos al final de sus días-, como por ejemplo el desayuno, que consistía en un jugo de ave con leche y azúcar, queso, carnes, huevos, dulces, manteca, miel. El almuerzo, hacia las doce, solía componerse de una veintena de platos, a cual más sibarita, con viandas que venían embaladas en barriles y conservadas con nieve de las sierras, tanto en invierno como en verano. La merienda también era copiosa y se hacía a base de pescado y marisco, empanadas de liebres, de truchas, carnes confitadas y bollos maimones. La cena rebosaba de caldos, ensaladas, empanadas, flanes, pasteles, dulces, conservas y frutas”.

Juana de Austria, su hija, era una de las que más gustaba de agasajar al emperador al que continuamente enviaba barriles enteros de salmones, truchas, lampreas, y ostras, frutas de todas clases y exquisiteces sin cuento que, entre otras muchas mercancías, venían de los puertos de Amberes y Brujas.

Sin embargo, poco duró el retiro de Carlos, pues la enfermedad comenzó a resultar en extremo dolorosa, hasta tal punto que lo descoyuntaban sus dolores y no podía soportar ni el roce de las sábanas. La conciencia de la proximidad de la muerte, tiñó sus días de honda tristeza, “acudiendo a los oficios religiosos con muy grande compostura y mortificación”.

Hasta tal extremo llegaron las cosas, que en la parte alta del palacio, donde se albergaba su dormitorio, mandó derribar una pared con el fin de poder asistir a los oficios religiosos sin moverse del lecho…

Para nosotros, el tiempo seguía siendo frio, pero la afluencia de visitantes, aún a sabiendas de que no nos permitirían ver el Monasterio, se hacía interminable.

De incalculable valor resultan sus disposiciones testamentarias, que se encuentran recogidas en varios documentos. A tal efecto, el libro editado por la Comunidad Jerónima de Yuste, Testamento y Codicilo, es otra joya de valor histórico que merece la pena disfrutar.

En él se relata como Carlos V, señor de Europa y de América, valeroso guerrero, vencedor de las batallas de Mülberg, Túnez y Pavía, redactó su testamento en Bruselas, el 6 de Junio de 1554, en unas circunstancias personales y políticas particularmente complejas. Años después, Felipe II, mandó depositarlo en el archivo de Simancas, donde se conserva, junto al de la Reina Isabel la Católica y el suyo propio. El emperador escribía en un estilo personalísimo, caracterizado por la duplicidad y el apareamiento de sinónimos: “ordenamos y mandamos”... “digo y declaro”… etc.

Es el suyo un estilo genuino, riguroso a veces, brillante otras. Tras enumerar los títulos que le correspondían como emperador, Carlos comienza sus últimas voluntades con una frase trascendental, de inusitada belleza:

Conociendo que no ay nada más cierto a los hombres que la muerte, ni más incierta que la ora della…”

El testamento recoge múltiples clausulas, sin olvidarse de nada: las misas que manda oficiar; las limosnas, enseres y obras pías, que ordena repartir entre pobres, doncellas sin recursos y cautivos; el pago de sus deudas que pormenoriza, mientras traza directrices de política interior y exterior.

También recomienda encarecidamente a su hijo y sucesor, Felipe II, que favorezca el Santo Oficio de la Inquisición insistiendo en la obligada mejora del funcionamiento de las Chancillerías -los más altos Tribunales de Justicia de la Corona en aquellos momentos.

En un principio el poder judicial correspondía a los Concejos municipales, pero más tarde había transferido esa jurisdicción a los Consejos Provinciales, lo cual le permitió mantener el control sobre las persecuciones de herejes”. (Monarquía e imperio. Colección Historia de España).

Continúa estableciendo el orden sucesorio entre sus descendientes, diferenciando en dos grandes bloques el legado de la monarquía Católica y el de la casa de Austria; y, por último, reconoce a su hija natural Margarita de Parma:

Item, por cuando estando en estas partes de Flandes, antes de que me casase, ni desposase, hube una hija natural llamada Margarita “.

Camino del emperadorDos cartas secretas del emperador a su hijo Felipe completan estas disposiciones, a las que viene a sumarse, el Codicilo de nueve de Septiembre de 1558, redactado doce días antes de su muerte, con mandas a la servidumbre, últimas instrucciones a su hijo y nuevas voluntades relativas a su enterramiento, ordenando que éste tuviese lugar junto al de la emperatriz Isabel:

Que se trajere de Granada el cuerpo de la emperatriz, mi muy cara y amada mujer, para que los de ambos estén juntos….”

El reconocimiento de Don Juan de Austria, por entonces Jeromín, que había sido llamado a vivir en Cuacos de Yuste como hijo de un noble anónimo, sella el broche final de estas disposiciones:
Estando yo en Alemania, después que embiudé, huve un hijo natural de una mujer soltera, el que se llama Gerónimo…”

El testamento de Carlos V, con su codicilo y las cartas, forman un cuerpo documental del más alto valor para un jurista, que dibujan la semblanza y la personalidad del emperador y su época, del hombre cristiano y galante, del estadista prudente y avezado, del guerrero esforzado y, en su última faceta, del soldado de Cristo, que quiso ser: tras una vida tumultuosa, Carlos anheló, sobre todas las cosas, merecer la unión con la divinidad, y en ello puso todo su empeño, aunque el precio fuese renunciar al poder, al imperio y a las glorias que sustentaban su trono, el trono del César, el último emperador de Europa…

Por fin pudimos entrar en la Iglesia. Llegamos a tiempo de escuchar a la Coral, cantando con la maestría y solemnidad propias del momento. Allí estaban el presidente de Extremadura, y muchas otras personalidades que no ocultaron su compromiso, fervor e implicación con la fiesta.

Y después, hasta bien entrada la tarde, corrió la cerveza en Cuacos, en Aldea Nueva, en Jarandilla, mientras las temperaturas proseguían su meteórico descenso, y grupos de folklore cantaban y bailaban en las plazas del pueblo.

Vimos al actor que había representado el personaje de Carlos despedirse de la gente y subir a un autobús. Ahora, él también tendría que dejar el efímero, pero no menos glorioso reinado del que había disfrutado, renunciar al amor de sus súbditos de un día, y despojarse de todas sus vestimentas.

Hasta en ese último detalle pensó Carlos V, disponiendo que de su ropa se hiciese limosna para dar “a los pobres vergonzantes”, con el ruego de que rezasen por su alma.

Le dijimos adiós con tristeza, sin saber por qué nos parecía de pronto tan esencial y cercano.

Al día siguiente, visitamos el Guijo de Santa Bárbara, la cuna de Viriato, a quién en el famoso libro de Iberia contra Roma, se le atribuyen estas palabras:
Estoy al fin solo, envuelto en el silencio de la tierra. Este silencio tan profundo que en él se pierden el canto de los pájaros y el silbido del viento, libera mi alma.
Cuando me hundo en él, el dios a veces me habla
.”

El escritor jarandillano Gabriel Azedo de la Berrueza (1667), describió así esta hermosa localidad:

Sesenta vecinos, y está al pié de la misma sierra. Allí que son las aguas de las fuentes frías y buenas. Es el lugar muy recreable, ameno y regalado, hácense en él buenas mantequillas y el mejor queso fresco y mantecoso que se conoce”.

Tras el pequeño pueblecito, podían verse las impresionantes cadenas de la sierra de Gredos, cubierta de nieves.

camino del emperadorHabíamos decidido visitar también el Monasterio de Guadalupe en el camino de regreso. En el itinerario, pudimos admirar un gigantesco arco romano que los vecinos rescataron del pantano de Valdecañas. Por fin, entre frescas y frondosas arboledas, llegamos a nuestro destino: ya no vimos penitentes descalzos ni pecadores subiendo de rodillas la escalinata, sino turistas de todas clases y procedencias, que continúan visitando la monumental Iglesia construida en 1326. Allí perdura la increíble historia del pastor a quién se apareció la Virgen y del milagro que obró devolviendo a la vida a su hijo pequeño.

Carlos V, Viriato, la Virgen de Guadalupe..., sus anhelos y sus vidas, sus hechos y sus milagros, nos brindaron una espléndida compañía en el largo camino de regreso.